Poco a poco, de maneras imperceptibles, el tiempo, los otros, la vida, la de todos y la de cada uno, nos van puliendo.
De forma a veces amorosa, a veces (muchas veces) implacable, a veces sorprendente, a veces (muchas veces) dolorosa, desafío tras desafío, regalo tras regalo, desgarro tras desgarro, algo le va sucediendo a la prima materia que nos conforma.
Decía un aforismo sufi que cuando el ser humano se encuentra ante una grave dificultad, recurre a sí mismo. Si no basta con eso, recurre a otros seres humanos. Si no basta con eso, recurre a Dios. Y, continuaba, lo mejor que le puede pasar es que Dios tampoco responda.
Entonces, añado yo, ha de volver de nuevo a sí mismo, esta vez desde el punto de la rendición. Y encontrar, en el fondo de ese sí mismo, una fe oscura, sí, pero además, y valga la redundancia, al propio ser. A su propio, sencillo, humano ser, templado por ese mismo no encontrar recurso.
En la solitaria búsqueda de una visión que, con frecuencia, constituye la vida, tal vez no aparezca la visión que se esperaba. Pero, en ocasiones, si se tiene suerte -o Deo concedente- surge la visión de uno mismo.
De la hermosa, común dignidad de nuestro ser, más allá de todo orgullo, de toda hybris, de toda estupidez.
Algo que de vez en cuando conviene recordar.
Y que da fuerzas para continuar el camino.
