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sábado, 14 de julio de 2012

Crisis, indefensión aprendida y depresión colectiva

En los años sesenta del pasado siglo, un por entonces jovenzuelo llamado Martin Seligman, psicólogo, se dedicaba, en la Universidad de Pennsilvania, a realizar experimentos que básicamente consistían en hacer cabronadas a un montón de perros.
Se cogía a los animalitos, se los enjaulaba y se les propinaban descargas eléctricas. Pero, mientras algunos de los canes tenían la posibilidad de detener las descargas apretando una palanca, los otros carecían de cualquier control sobre la situación, aunque su tortura también cesaba cuando los primeros accionaban la palanca.
Lo interesante del asunto es que, en tanto los que tenían acceso a la susodicha palanca exhibían un estado de ánimo normal (aunque, cabe suponer, comprensible y sanamante cabreado, a la manera perruna), los que no podían hacer nada para cambiar sus condiciones comenzaron a mostrar un comportamiento abúlico y pasivo, muy parecido al de la depresión, y además, ese comportamiento persistía incluso cuando tales condiciones cambiaban. Es decir, aún cuando a los perros deprimidos se les daba la posibilidad de detener las descargas, ellos permanecían sin reaccionar, aceptando resignadamente el dolor y el repetido maltrato.
Seligman concluyó que la causa de una apatía tan aparentemente poco adaptativa era la vivencia, mantenida en el tiempo, de absoluta falta de control sobre las circunstancias, y llamó a la condición de esos canes "indefensión aprendida".
Lo cierto es que la indefensión aprendida en modo alguno es exclusiva de los animales. Los seres humanos somos tan susceptibles de caer en ella como el más sumiso de los chuchos de la Pennsilvania de los sesenta.
Y vive Dios que la sociedad española pareece estar siendo sometida en masa a un experimento muy parecido al que se acaba de describir, experimento, por cierto, cuyos resultados están replicando puntualmente los de Seligman.
Expuestos, por sorpresa y sin control alguno, a un continuo bombardeo de pérdida de derechos, expolios, robos directos, inseguridad, paro, desahucios, exclusión, pobreza y amenazas de todo tipo, sin esperanza, además, de que la situación haga otra cosa que empeorar en el futuro, los españoles estamos sumiéndonos en una depresión colectiva que nos vuelve incapaces de cualquier reacción de defensa.
Lo que viene de perlas a los que manejan el cotarro para seguir transfiriendo cantidads ingentes de recursos desde los modestos bolsillos del común de la ciudadanía a las ya repletas arcas de las élites.
O sea, capitalismo salvaje del más clásico y rancio. Del que Marx describía con precisión en el sólo aparentemente lejano siglo XIX (interesados, léanse el muy aleccionador capítulo del Capital titulado La acumulación originaria, que describe un proceso esencialmente igual a este que estamos padeciendo aquí y ahora).
Afortundamente, entre los chuchos de Seligman había un treinta por ciento que se negaban a deprimirse y, por el contrario, sacaban fuerzas para aprender a usar la jodida palanca y acabar con las putas descargas.
Y que, sospecho, salieron de las jaulas con la cabeza alta y la autestima por las nubes.
La historia no cuenta si estos animosos canes consiguieron despabilar a sus compañeros deprimidos y organizar una revuelta en el laboratorio.
Pero no deja de ser una posibilidad en la que convendría ir pensando.
Cuando nos hartemos de hacer de cobayas.
O, sencillamente, de hacer el gilipollas.
Y expulsemos de las poltronas a los impresentables que se dedican a ordeñarnos.
Y nos dediquemos a construir una sociedad en la que merezca la pena vivir.
Para nosotros y para los que vengan después.
Coño.