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lunes, 11 de junio de 2012

La verdad cara a cara

Estos días pasados reflexionaba sobre ello: No debo tener talento para la felicidad.
No es que no sepa lo que hay que hacer para mirar para donde se supone que toca, pensar lo que toca, sentir lo que toca y vivir como toca. Es que no soy capaz de dejarme por el camino a tantas y tantas partes de mí misma y del mundo que reclaman el derecho a su verdad. A su verdad que es parte de mi verdad y de la verdad a secas. A su lugar, su faceta en el diamante multidimensional de la verdad.
Así que, siempre que tengo que escoger entre lo que me sabe a verdad y lo que estaría estupendo, acabo cogiendo el camino más jodido sin pensarlo dos veces.
Porque no puedo evitarlo, claro.
Y porque, mirando mi vida y la de los demás (por lo menos, la de los demás que inspiran a mi alma), acabo por concluir que la felicidad, o lo que se entiende por tal, enseña más bien poco.
A raíz de un reportaje sobre Francisco de Goya cazado al vuelo por casualidad en la Dos, he andado investigando por Google y recordando algunas circunstancias del tránsito vital de un hombre que expresó como nadie, más allá del horror, el miedo y la barbarie, la verdad de las tripas de este pueblo nuestro.
Goya era un tipo brillante, exitoso, mimado por las mujeres y los poderosos y con buenos ahorros debajo del colchón, cuando, a los cuarenta y siete años, una grave enfermedad lo privó, en principio, de vista, oído, equilibrio y cualquier posibilidad de vida independiente. No resulta difícil imaginar lo que ello debió significar para un pintor. Poco a poco fue recuperando facultdes. Excepto la de oír. Es decir, la de comunicarse fluidamente con el mundo, conversar con las personas afines, conectarse con el resto de los seres humanos.
Y, sumido en un abismo de soledad y silencio, Goya comenzó a decir la verdad. A decir la verdad como él sabía hacerlo: a través de la imagen.
Se acabaron la fiestas populares, las pinturas académicas, los retratos adulones. Se acabó el talentoso y anodino triunfador.
En un ejercicio de libertad y valor sin parangón, absolutamente exento de autocompasión, el gigantesco sordo se sumergió en su mundo, que era y es nuestro mundo, y miró cara a cara, sin adornos, la cruda oscuridad de su alma y la nuestra.
Y surgieron los Caprichos, los Desastres de la guerra, los Fusilamientos, los retratos descarnadamente verídicos, las pinturas negras de la Quinta del Sordo...
La que, para mí, es la pintura más verdadera y valiente que conozco. Una pintura que es todo un ejercicio de honestidad, de trabajo interior, de desnudez sin contemplaciones. De cojones, en suma. De esos cojones del alma de los que hablaba otro genio ibérico, Miguel Hernández, que también sabía, quería y podía escribir la verdad con las tripas.
Así que, si me fuera dado, que no me lo será, escoger un destino, y si algún dios benevolente me hiciera el dudoso honor de concederme un don, sería un destino de decidora de verdad el que escogería, y el don de tener los ovarios de hacer lo que haya que hacer y afrontar lo que haya que afrontar para mirar de frente a la verdad.
A la verdad.
A la verdad de mi alma a cualquier precio.