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jueves, 28 de junio de 2012

La oscura debilidad de Dios

Una pequeña llama en nuestras manos
Enfermedad, síntomas e individuación
Donald Raiche
Revista "Sufi"http://www.nematollahi.org

Max Ernest au Camp des Mille, 1940. Hans Bellmer
Cuando la mayoría de nosotros alcanzamos la edad madura, nos hemos enfrentado antes a cierta dosis de sufrimiento físico y psíquico. A poco que nos interese la reflexión psicológica, habremos sopesado la relación entre los síntomas de nuestras enfermedades y nuestro bienestar psíquico, especialmente cuando nos sentimos angustiados en cuerpo y alma. Podremos comprender a Hamlet:
El dolor del corazón y los miles de golpes naturales
de los que la carne es heredera.

El pensamiento más llamativo en las palabras de Shakespeare es que somos herederos del «dolor del corazón y de los miles de golpes naturales». Son parte de nuestra herencia como seres humanos. Si esto es así, nuestras enfermedades y nuestros síntomas son una parte esencial de nuestro legado, y como ocurre con cualquier herencia, tenemos responsabilidad hacia ellos y derecho a acceder a su riqueza. Desde una perspectiva jungiana, podemos ver que nuestros síntomas y nuestras enfermedades son una parte necesaria del proceso de individuación —ese proceso a través del cual recibimos nuestra herencia, nuestro legado como seres humanos, nuestros derechos por nacimiento.
Esta no es la forma en que la mayoría de nosotros hemos visto estas cosas. En nuestros años de juventud, la respuesta más probable al dolor de cualquier tipo es simplemente quitárselo de encima bien sea distrayéndose, haciendo ejercicio o medicándose. Cuando vamos madurando psicológicamente, debemos aprender a preguntarnos si nuestras heridas y nuestros dolores nos dan claves o pistas hacia un mayor sentido y más salud. Podemos preguntarnos: «¿Existe alguna posibilidad de que esta enfermedad esté motivada por mi rechazo a aceptar algo? ¿Qué me están queriendo decir estos síntomas?» En algunas circunstancias parece haber una relación muy clara, incluso causal, entre nuestros síntomas de dolor y nuestro estado psicológico. Hemos vivido ocasiones en que un síntoma desaparecía rápidamente cuando hacíamos algún ajuste interno o externo. Una feroz úlcera de estómago desaparecía cuando éramos finalmente capaces de admitir que determinada situación en el trabajo era insostenible y dejábamos ese empleo.
No debemos subestimar las dificultades a la hora de fijarnos en lo que los síntomas pueden estarnos diciendo. Son momentos de sufrimiento y de confusión. Los síntomas somáticos aparecen de forma misteriosa y el alivio es con frecuencia difícil de conseguir. Nos enfrentamos a la ardua tarea de esforzarnos en analizar las ataduras psicológicas con los demás, reconociendo dónde nos ha herido un defecto o un exceso de atención parental, y, al mismo tiempo, debemos dejar de lado nuestra insistencia infantil en culpar de nuestras desgracias a nuestros padres, a los demás o al destino. Esos momentos pueden ser francamente difíciles. Ann Ulanov llama a esto «la primera oscuridad», un tiempo «realmente de ignorancia, en el que ni vemos ni sabemos qué hacer»:
El primer desconocimiento envuelve a un ego que todavía no es capaz de reclamar una vida propia, de emerger de un estado de identidad arcaica con los objetos. En ese momento, nuestra temblorosa subjetividad difícilmente ve su diferenciación del objeto con el que está entrelazado en lo que Jung llama una mística de participación. En esa mezcla con lo otro caemos en la «compulsión y en la responsabilidad imposible» (Jung 1967, p. 52, par. 48). Unidos a lo otro de esta forma no encontramos seguridad ni protección; no nos sentimos cuidados. En lugar de eso, nos obsesionamos por cuidar a lo otro en una suerte de codependencia… Nuestros egos no están aún preparados para acoger el deseo apasionado de nuestras psiques. Pero la energía está presente, y se abalanza hacia los objetos sobre los que proyectamos toda nuestra seguridad y nuestra felicidad. Estamos viviendo en la oscuridad, ignorantes de lo que nos mueve y de lo que esto nos exige, y somos tan sólo un cúmulo de ajetreo y de actividad.
La confusión y el desasosiego de la «primera oscuridad», si se superan, forman parte del proceso de estabilización y consolidación del ego —tarea específica de la primera mitad de la vida. El análisis (el ámbito más característico y apropiado de la mayoría de la psicología analítica) de nuestros síntomas nos ayuda a ver si el ego está operando de una forma infantil, y dónde se está rechazando un ajuste o una acomodación a hechos internos o externos. El doloroso proceso del análisis de los síntomas puede abrir la posibilidad de pasar del padecimiento neurótico al sufrimiento consciente y con sentido. De lo que era «una carga que soportamos y que nos lleva a la autocompasión», nuestro sufrimiento puede convertirse en «una carga que llevamos con total consciencia...» (Luke 1987, p. 103-4).
Aun así, incluso con un ego relativamente maduro, el dolor no desaparece, sino que en general aumenta en la segunda mitad de la vida; prácticamente nadie escapa a él. También descubrimos que las introspecciones y las técnicas que aprendimos en la primera mitad de nuestra vida ya no parecen aplicables o efectivas cuando nos enfrentamos a la enfermedad y al sufrimiento. Se precisa un enfoque totalmente diferente para el camino de la individuación, la tarea propia de la segunda mitad de la vida. Esta es la «segunda oscuridad».
Hablando de su lucha para llegar más allá de la fase de análisis del trabajo íntimo, Lockhart escribe acerca de una relación imaginativa y erótica con el inconsciente, que claramente se requiere en la segunda parte de la vida: «el individuo es capaz de tomar parte no ya en el trabajo del ego, sino en el «trabajo de la creación», esto es, de participar en el nacimiento del futuro» (Lockhart 1995, p. 10,11).
Esta «segunda oscuridad» es una época en la que es más probable que nos demos cuenta de que «el dolor del corazón y los miles de golpes naturales» son parte de nuestra herencia, de nuestra dotación natural como seres humanos. No son algo que sanemos para poder seguir con el proceso de individuación. Si bien uno debe ciertamente seguir planteándose si su psicología personal está multiplicando los síntomas de forma neurótica (muchas personas ya mayores no han consolidado aún su ego y nadie lo logra por completo), es también una época en que podemos comprender que las enfermedades no son sólo la triste evidencia de nuestro declive hacia la muerte. Cuando nos damos cuenta de que el sufrimiento y el dolor pertenecen al patrón de nuestra vida en su nivel más profundo, también reconocemos que estas experiencias nos llevan, como toda experiencia profunda, a las realidades fundamentales de la vida, a los «hechos sagrados» como los llamó Charles Williams, y hacia quiénes somos y se supone que debemos ser.
Este padecimiento del proceso de individuación es tanto un aprendizaje como una vivencia en el sufrimiento que es parte inseparable de la vida. Dicho padecimiento, si bien puede llevar a la introspección, no se verá aliviado por esta introspección, pues se está participando en los misterios oscuros de la vida del universo. Puede ser inadecuado, incluso peligroso, considerar ese sufrimiento como una señal de que la psique no está en armonía consigo misma o con su centro. La tarea debe ser ahora la de sufrir en armonía con el sufrimiento del Ser, del centro, del universo, de aquello que los sabios han descrito así:
Dios es un círculo cuyo centro está en todas partes
y cuya circunferencia no está en ningún sitio.
San Buenaventura
En esta segunda oscuridad, somos copartícipes en la oscuridad de la vida, en la oscuridad de Dios. Hemos tomado posesión de nuestra herencia. Esto forma parte de nuestra ración de vida, y nuestras responsabilidades son diferentes de las que teníamos en la primera parte de la vida. La tarea no consiste aquí en convertirnos en individuos fuertes y autónomos. No es un trabajo de perfeccionamiento o corrección del ego. La segunda oscuridad necesita de una penetración más profunda en toda realidad, incluso en la realidad última. Participamos ahora en la exploración por Dios de Su propio ser y en Su apertura de ese ser al mundo. Somos compañeros en Su camino. Es un camino tanto de dolor como de alegría, de nuevas restricciones y nuevas libertades, de soledad e intimidad. Al adentrarnos más en toda realidad, estamos más cerca de la riqueza de su fuente.
Esta nueva Senda, esta asociación secreta con el Ser, exige absolutamente todo de nosotros y desafía todas las formas habituales de pensar, de sentir y de ser con las que nos hemos ido enfrentando al mundo. Los que sabíamos que eran nuestros puntos fuertes no son generalmente los recursos que necesitamos para esta nueva tarea. Son necesarias, por el contrario, partes de nosotros que conocemos escasamente o que infravaloramos. Por supuesto, el coraje, la inteligencia y la perseverancia pueden ser una ayuda, pero nuestras debilidades, nuestra ignorancia y nuestra inocencia son aliados mucho más esenciales en esta nueva relación con el compañero secreto.
Helen Luke, en su ensayo sobre el sufrimiento, habla de la posibilidad de que el padecimiento neurótico se convierta en padecimiento real (esto es, sufrimiento consciente que conduce al proceso de individuación) cuando la parte inocente de la persona empieza a sufrir:
El sufrimiento real pertenece a la inocencia, no a la culpa. Mientras nos sentimos miserables por estar llenos de remordimiento y de culpa o por avergonzarnos de nuestra debilidad, todo lo que experimentamos es una pérdida de energía vital, y no tiene lugar ninguna transformación. Pero en el momento en que aceptamos la culpa y la pena con objetividad, nuestra parte inocente empieza a sufrir, la carga se convierte en una espada. Sangramos, y la energía fluye de nuevo en nosotros en un nivel más profundo y más consciente. (Luke 1987, p. 110)
Helen Luke habla sobre todo del sufrimiento psicológico, pero nuestra parte inocente tiene también su propio papel en el dolor físico. Si el adulto llega a aceptar el dolor con la receptividad del niño, por muy ilógico o incluso ridículo que pueda parecer, entonces el mismo padecimiento físico puede tener una parte importante en el proceso de individuación. Ese tipo de inocencia es una posibilidad que se da por igual en el adulto y en el niño. El poeta David Whyte reconoce que la inocencia no es un don sólo para jóvenes:
La inocencia es lo que permitimos que se nos regale
una vez que nos hemos regalado nosotros mismos.
(Whyte 1997, p. 51)
¿Qué caracteriza a la inocencia que participa en el misterio inherente al sufrimiento? La palabra «inocente» significa: «no corrompido por el mal, la malicia... sin pecado...» y deriva del latín innocens: in-, no, y nocens, participio presente de nocere, dañar, herir. Su raíz indoeuropea es nek, muerte (American Heritage Dictionary). Oculto en la palabra está el significado de estar «no muerto». En el verdadero sufrimiento podemos ver con frecuencia una vitalidad, incluso una vibración, que está ausente en el sufrimiento neurótico.
Whyte dice que la inocencia es un regalo que se nos confiere. Puede que haya sólo un requisito para recibirlo: que nos abandonemos totalmente a lo que nos ha tocado, a nuestra condición de herederos de la totalidad del legado humano, por grandes que sean el peligro de sufrir y los riesgos de la alegría. Nos vienen a la mente varias características de este tipo de inocencia. La inocencia es el sufrimiento o la alegría que no pregunta por qué. Es la aceptación del hecho, que no pregunta: «¿Por qué yo?» La inocencia no calcula una y otra vez cómo evitar el dolor. No piensa en los costes ni trata de negociar con las fuerzas del universo para obtener bienestar personal. La inocencia no se enfrenta a cada cosa como a un problema que resolver. No exige un lugar de honor, y es capaz de actuar de forma espontánea. La inocencia no fantasea con los momentos de amor, de introspección o de visión numinosa, ni trata de poseerlos ni identificarse de alguna manera con ellos. Ni pretende generar ningún tipo de experiencia espiritual emocional. La inocencia no trata de filtrar las experiencias con el tamiz de: «¿En qué medida es esto una ventaja o un inconveniente para mí?» No es estrecho de miras y se siente en el mundo como en casa.
Al abandonarnos a nuestro destino, no sólo recuperamos nuestra inocencia, sino también nuestra propia humanidad. Así como el padecimiento neurótico insiste en que no somos limitados —que el sufrimiento «no es aceptable», para usar un cliché de nuestros días, que no somos frágiles mortales—, el sufrimiento real acepta que somos finitos, débiles y, con mucha frecuencia, simplemente estúpidos. No somos dioses. Desde esta aceptación pueden fluir aquellas virtudes exclusivamente humanas de empatía hacia los demás, de aceptación de su fragilidad, y el simple amor humano que no exige que los demás sean diferentes de lo que son. Esta dimensión se alcanza en general en la segunda mitad de la vida pues durante la primera mitad la atención debe inevitablemente centrarse en reforzar el ego, en la asertividad y la adaptabilidad, más que en la empatía y la compasión. Más adelante en la vida es cuando podemos abarcar totalmente nuestra naturaleza humana.
Anthony Lewis comentó cómo la pena y el sufrimiento influyeron en el carácter de Robert Kennedy:
Creció y cambió como político más que ningún otro que yo conociera. Profundizó en su comprensión de la debilidad, lo que equivale a decir, en su humanidad. (New York Times, 5 de junio de 1988)
Este tipo de consciencia de nuestra debilidad y de nuestra humanidad no debe confundirse con quedarse absorto en uno mismo. Esta consciencia no nos lleva a la autocompasión y al remordimiento por nuestras faltas, sino que nos conecta más completamente con los hechos objetivos, internos y externos.
Paradójicamente, esta nueva conexión a nuestra debilidad humana es un vínculo vital con lo divino. Jung, en Answer to Job, y Edinger después de él, han preconizado un Dios que precisa de la consciencia humana para conseguir una mayor consciencia en Él mismo; una consciencia que puede mitigar en parte Su cólera y Su impredecibilidad. Este Dios necesita al hombre para realizarse Él mismo y entregarse Él en Su completitud. Este es un punto de vista extraordinario y sorprendente sobre la idea de la Encarnación continua, que supone esa exploración de la oscuridad en la Deidad de la que hablábamos antes. Pocos místicos han hablado directamente sobre esto, pero lo dan a entender, de forma consciente o inconsciente, cuando hablan de que el hombre debe engendrar a Dios. Esa forma de hablar permite inferir que de alguna forma Dios está necesitado, es débil y frágil.
Éste es un aspecto de la imagen de Dios en Occidente al que dedican poca atención la filosofía y la psicología contemporáneas. Si Dios es, de hecho, completitud, debe existir también la debilidad en su complexio oppositorum. ¿No es ésta acaso parte de la imagen fundamental de Dios en Occidente?: Cristo en la cruz, un hombre que sufre, frágil, roto, afirmando el valor de lo profundamente humano y al mismo tiempo mostrando esa absoluta fragilidad de ser el lazo mediador con lo divino. El Creador sufriente y el hombre llegan estar íntimamente unidos, en el servicio amoroso a las pautas de la creación en la vida.
Edward Edinger ve un vínculo profundo entre nuestra debilidad individual y lo divino, el Ser. Según Edinger:
Uno de los rasgos principales del mito cristiano y de las enseñanzas de Jesús es la actitud hacia la debilidad y el sufrimiento. Se da una verdadera transvaluación de los valores ordinarios. Se reniega de la fortaleza, del poder, de la abundancia y del éxito, los valores conscientes usuales. En su lugar, se revisten de una especial dignidad la debilidad, el sufrimiento, la pobreza y el fracaso. Esto eran incapaces de entenderlo los romanos, para quienes el honor, la fortaleza y las virtudes varoniles eran los valores supremos. Analizándolo desde el punto de vista psicológico, se presenta aquí, pienso, el choque entre los objetivos y los valores de dos fases diferentes del desarrollo del ego. La preocupación por el honor personal y por la fuerza y el desprecio de la debilidad son inevitables y necesarios en las primeras etapas del desarrollo del ego. El ego debe aprender a afirmarse para poder existir. De aquí que el mito cristiano tenga un lugar muy pequeño en la psicología de la juventud.
Es en las fases posteriores del desarrollo psicológico, cuando se ha alcanzado un ego claramente estable y maduro, cuando las implicaciones psicológicas del mito cristiano son especialmente aplicables… al proceso de individuación, que es una tarea específica de la segunda parte de la vida… Este símbolo (de la deidad sufriente) nos dice que las experiencias de sufrimiento, debilidad y fracaso pertenecen al Ser, y no sólo al ego. El error prácticamente universal del ego es asumir la responsabilidad total y personal por sus padecimientos y sus fracasos. Lo encontramos, por ejemplo, en la actitud general que tiene la gente hacia su propia debilidad, una actitud de pena o de negación. Si una persona es débil en algún sentido, como todos lo somos, y al mismo tiempo considera que es vergonzoso ser débil, está, en la misma medida, privada de autorrealización. Sin embargo, el reconocer las experiencias de debilidad y de fracaso como manifestaciones del dios sufriente que se esfuerza por encarnarse le da a uno un punto de vista muy diferente. (Edinger 1972, pp. 152-3)
El lenguaje filosófico y psicológico es incapaz de transmitir la importancia singular de estas ideas, pero sí puede expresarla la literatura imaginativa. En la novela de Marguerite Yourcenar The Abyss, encontramos una discusión sobre la debilidad de Dios, cuando uno de los personajes, un prior, está hablando con un amigo médico sobre sus vidas en una Europa del siglo XVI dividida por las guerras de religión:
Los dos somos presa de la duda —dijo el prior, con voz de pronto temblorosa—. Hemos conocido la duda, tú y yo… Cuántas noches habré luchado contra la idea de que Dios es sólo un tirano para nosotros, o un monarca impotente, y que todos nosotros, excepto los ateos que niegan Su misma existencia, blasfemamos cuando Le definimos… Pero la enfermedad abre determinadas cosas a nuestros ojos: me ha llegado un rayo de luz. ¿Qué ocurriría si estuviéramos confundiéndonos al postular que Dios es todopoderoso, y al suponer que todas nuestras desgracias son resultado de su voluntad? ¿Qué ocurriría si nos correspondiera a nosotros establecer Su reino en la tierra? Te dije antes que Dios delega en sí mismo; ahora voy más allá… Posiblemente Él sea tan sólo una pequeña llama en nuestras manos y seamos nosotros los únicos que pueden alimentar esta llama y mantenerla encendida; quizá seamos el punto más alejado hasta donde pueda Él avanzar… ¿Cuántas personas sufridoras que se ponen furibundas cuando hablamos de un Dios todopoderoso se lanzarían desde las profundidades de su propia aflicción para socorrerle en Su fragilidad si se lo pidiéramos?…
Dios reina omnipotente, eso te lo garantizo, en el mundo de lo espiritual, pero nosotros habitamos aquí, en el mundo de la carne. Y en esta tierra, sobre la que Él ha caminado, ¿de qué forma Le hemos visto sino como un bebé entre la paja, igual que los inocentes abandonados en la nieve cuando nuestros pueblos de los páramos son devastados por las tropas del Rey? ¿O como un vagabundo, sin un lugar donde caerse muerto? ¿O como un hombre condenado y colgado de una cruz, preguntándose, a su vez, por qué Dios Le había abandonado? Somos realmente débiles, todos nosotros, pero hay algún consuelo en la idea de que Él puede ser incluso más débil que nosotros, y aún más desalentado, y que es nuestra tarea engendrarle a Él, y salvarle a Él en todos los seres vivientes… (Yourcenar 1976, pp. 220-222)
Entender que nosotros mismos somos personas que llevamos a Dios como una pequeña llama puede parecer inverosímil, pero si pensamos en cómo acostumbramos a identificarnos con las diversas bondades y desgracias de nuestras vidas y del mundo que nos rodea, es una imagen que encaja.[1] En muchas ocasiones parece que estamos abrigando una llama divina pero frágil. Lo hacemos cuando reconocemos nuestra interdependencia y nuestra responsabilidad con toda forma de vida: el aire que respiramos, la tierra bajo nuestros pies, el agua que bebemos y los animales con los que compartimos este espacio sagrado. Y sabemos, si bien de mala gana, cómo toda vida está amenazada de extinción hoy en día. También amparamos esta pequeña llama cuando nos esforzamos por tener una nueva actitud en nuestra experiencia concreta del día a día, cuando prestamos especial atención a las imágenes que nos vienen en sueños, a las emociones del corazón con el arte o compartiendo realmente algo con otro. Estas realidades desaparecen con la misma facilidad por dejadez o por actitudes como «es sólo un sueño» o «no es más que…»
Un gran número de personas padecen hoy en día depresión, y nos ofrecen un ejemplo familiar y concreto de lo que puede implicar llevar la llama divina de la vida en nuestro interior. Todo aquel que haya sufrido alguna vez una depresión profunda, que en cada situación nos deja mal sabor de boca, sabe el esfuerzo extraordinario que llega a representar proteger con sus manos una imagen que dé soporte (en el sentido más concreto) a la vida contra el soplo helador de una convicción de que la vida es de hecho:
un cuento
contado por un idiota,
lleno de ruido y de furia,
que no tiene ningún significado.
Shakespeare, Macbeth
Un corazón frío y unos pensamientos autodestructivos parecen ser dos de las constantes de la depresión. Toda nuestra atención se focaliza en los problemas aparentemente irresolubles de nuestra vida, y en el dolor intenso del corazón, del alma y del cuerpo. El miedo es el compañero de cada instante, y parece no haber posibilidad de salir de la desolación. Los demás, otro, El Otro, no importan. O curiosamente, reconocemos que existen y que importan, pero esto no influye en nuestro helado aislamiento sino para aportar el pesar adicional del remordimiento por no poder conectar con un ser amado, o por no poder evitar inflingirle nuestro dolor.
Uno de los aspectos más terribles de la depresión es su aparente racionalidad —la lógica fría con la que vemos el mundo y que dirigimos contra nosotros. Si tenemos en cuenta nuestro dolor y la consciencia de la multitud de cosas terribles y oscuras que ocurren en este mundo (el tópico de que éste es «un mundo frío y cruel»), ¿para qué soportar nuestra vida, o la de cualquier otra cosa en el universo? Podemos también sufrir el dolor adicional de percibir nuestra depresión y nuestros impulsos de auto-aniquilación como una prueba segura de nuestro encierro intransigente en nosotros mismos y de nuestro egoísmo. Pero pudiendo ser esto así en un cierto nivel, la lógica destructiva de la depresión nos hace olvidar que incluso nuestro egoísmo es sólo una parte de nuestra totalidad, no la totalidad.
Sólo algo de calor, algo de calor del corazón, algo de afecto, puede penetrar en este frígido mundo encapsulado. Puede ser un simple acto amable por parte de otra persona, una caricia, una palmada en la espalda, un susurro tierno, lo que rompa esa gélida prisión. Pero debe también existir un movimiento desde el interior de la persona, para que la llama de la fuerza vital pueda ser reavivada y vuelva a arder de forma estable. La lógica fría de la depresión exterminará fácilmente a la persona y a la mayoría del mundo, a menos que alguna pequeña respuesta calurosa —el corazón que rechaza negar la belleza o el valor de alguna parte de nosotros mismos o de otro ser— pueda liberar y permitir esa calidez que, si bien es fácil de apagar, puede extenderse si se la protege, y puede derretir, con atención y tiempo, el soporte glacial de la misma depresión. La imagen vacilante que debemos proteger puede ser la de un ser querido, de un animal de compañía, de un árbol, por el que uno retrasa su suicidio al decir: «No, aquí está esto. No puedo rechazar su realidad extinguiendo la mía propia».
La depresión es tan sólo un ejemplo (por desgracia muy común) en el que estamos llamados a proteger la llama de la vida. También lo hacemos como padres cuando renunciamos al impulso de interferir en la vida de nuestros hijos, o como esposos cuando declinamos ocasiones de manipular a nuestra pareja, o como ciudadanos al participar en la comunidad que constituye nuestra civilización. Lo hacemos cuando somos capaces de dejar a un lado la solemnidad de nuestras ansiedades para participar del regocijo de un gatito jugueteando, del calor del sol en nuestras manos, o de la risa de un niño que no conocemos. Ser guardianes de la llama es una metáfora que describe bien nuestro compromiso consciente en el proceso de individuación –no debe dejarse nada fuera del círculo de luz que proyecta. Marie Louise von Franz habla de su asombro cuando se dio cuenta de que nunca había prestado atención al papel que podía jugar el impuesto sobre la renta en su proceso de individuación.
Von Franz reconoce que la totalidad, y el proceso de individuación hacia ella, es inclusiva y no exclusiva. La frágil luz de nuestra consciencia debe dirigirse hacia cada hecho que se nos presente. Esto puede parecer demasiado difícil cuando consideramos las miles de cosas que solicitan nuestra atención, y la naturaleza paradójica de la mayoría de la vida. Convivir con la paradoja y con la ambigüedad no es tarea fácil, en especial cuando nos damos cuenta de que no podemos elegir sólo una parte de la paradoja, sino que debemos vivir con ambas partes de la misma.
Pero también sabemos que cualquier acercamiento, filosofía, o perspectiva psicológica que no reconoce de alguna forma la totalidad del legado de la condición humana ofrece sólo un falso consuelo que la experiencia hará pronto añicos. La mayoría de la vida es terrible, y hacerse ilusiones no lo cambiará. Es cierto que el coste de la segunda oscuridad es alto, pues la oscuridad parece requerir una aceptación completa —aceptación necesaria por parte de Dios y del hombre. Jung articula esta sumisión a la oscuridad en esta asombrosa carta escrita en sus últimos años:
Yo, de forma consciente e intencionada, hice mi vida miserable, porque quise que Dios estuviese vivo y libre del sufrimiento que el Hombre ha puesto en él al amar más a su propia razón que a las intenciones secretas de Dios. Hay un loco místico en mí que se ha revelado más fuerte que cualquier ciencia. Creo que Dios, por otra parte, me ha conferido la vida y me ha salvado de la petrificación. He sufrido por tanto y he sido miserable, pero parece que la vida nunca quiso que fuera así, e incluso en la noche más oscura, y precisamente en ella, pude ver por la gracia de Dios una gran luz. En algún lugar parece haber una gran ternura en la oscuridad abismal de la Deidad. (Jung 1991, pp. 416-17)
Edward Edinger comenta así este pasaje:
Uno podría preguntarse: ¿no es perverso o masoquista ir en busca del sufrimiento? Bien, no lo es si uno sabe lo que está haciendo. Creo que cuando vislumbramos un complejo doloroso o un problema, debemos hacer una elección. Debemos elegir entre intentar evitarlo o dar la cara y enfrentarnos a él directamente. Lo que está aquí diciendo Jung es que él persiguió y abrazó sus sufrimientos cuando los encontró con el fin de librar al inconsciente de esa carga. Esto permite después al inconsciente funcionar con naturalidad. Y esto es lo que hacemos cuando de forma deliberada exploramos nuestro inconsciente y traemos los problemas dolorosos a la consciencia. Esto libera la capacidad de desarrollo del inconsciente. También nos ayuda a librarnos y a librar a nuestro entorno de las consecuencias malignas de las proyecciones… (Edinger 2000, pp. 45-48)
Si bien Edinger parece hablar principalmente de sufrimiento psicológico, lo que dice también atañe a los síntomas y enfermedades que padecemos en el cuerpo. Esto no significa que debamos ignorar los síntomas ni dejar de lado los remedios disponibles y razonables en todas las épocas de nuestra vida. Y tampoco debemos dejar de analizar la posibilidad de que algún síntoma esté tratando de decirnos que tenemos algo pendiente de resolver psicológicamente. Pero obsesionarnos con este enfoque —viendo nuestras enfermedades como simples indicaciones de que no hemos crecido, de que necesitamos cambiar nuestra actitud para eliminar los síntomas y alcanzar así algún tipo de salud madura ideal—, puede ser regresivo y atraparnos en una lucha frenética unida al sentimiento de culpa por los síntomas y en la persecución de dudosas estrategias de auto mejora.
Aquellos que celebran la vida de la forma más estable y elocuente nunca ignoran lo funesto. Las comedias de Shakespeare incluyen sombras, y sus tragedias señalan alegrías ocultas. En el siglo pasado, Rainer Maria Rilke destaca como alguien que demuestra una lealtad a la vida que se niega a convivir con uno solo de los aspectos de cualquiera de las paradojas de nuestra condición. Para Rilke, aceptar la totalidad de la herencia humana no es una tarea reservada a los santos o a los creadores geniales. Es necesario abarcarla en su totalidad si se quiere ser una persona completa: «No habremos estado ni vivos ni muertos», dice refiriéndose a aquellos que rechazan esa tarea. Dice también que es una fuente de creatividad y de vida:
Mostrar la identidad de lo funesto y de lo dichoso, esas dos caras de la misma cabeza divina, una única cara realmente que tan sólo se presenta de una forma u otra, según sea nuestra distancia respecto de ella o el estado mental con que la percibamos, éste es el verdadero significado y propósito de las Elegías y de Los sonetos a Orfeo (Rilke, 1995, p. 552).
Tanto Rilke como Jung están dispuestos a sufrir el dolor de esa totalidad paradójica de la vida, en lugar de aceptar una falsa paz de sentimentalidad y de evasión, o de caer en el extremo opuesto del cinismo y de la desesperación.
Jung describe con belleza en Mysterium Coniunctionis el regocijo, la vitalidad, y la camaradería que pueden provenir de la aceptación de todo corazón de «la identidad de lo funesto y lo dichoso»:
El estado de transformación imperfecta, meramente esperado y deseado, no parece componerse sólo de tormento, sino también de alegría positiva, si bien oculta. Es el estado de aquel que, en sus vagabundeos por el laberinto de sus transformaciones psíquicas, llega a una felicidad secreta que le reconcilia con su aparente soledad. Al comunicar consigo mismo, no se encuentra con un aburrimiento o una melancolía mortales, sino con un compañero íntimo; más incluso, halla una relación parecida a la felicidad de un amor secreto, o a una primavera oculta, en que la verde semilla brota de la tierra yerma, ofreciendo la promesa de una cosecha futura. Se trata del benedictas viriditas alquímico, el verdor bendito… (Jung 1967, párr. 623)
Esto nos trae de vuelta a nuestras reflexiones sobre la oscuridad y la fragilidad, y sobre la imagen de Dios, la pequeña llama. Nos estamos moviendo en áreas complejas y aparentemente incongruentes. Está el Dios del prior, que es omnipotente en cierta medida, pero en otra es tan sólo una pequeña llama en nuestras manos que necesita nuestra protección, nuestra compasión incluso. Esta intuición puede verse realizada con profundidad: una mujer joven de nuestros días estuvo trabajando sobre el sufrimiento que había sido parte de su vida. Comentó: «¿Cómo puede Dios soportar esto todo el tiempo? ¿Y por qué? ¿Y no se cansa Dios?» No está pensando en cómo puede Dios hacerme esto a mí, sino en cómo el Dios sufriente padece con todo aquello que yo estoy pasando. La idea de esta joven de rezar por el cansancio de Dios es profundamente conmovedor, y el prior habría entendido seguramente su significado.
Jung y Edinger hablan de una imagen de Dios que en Su profundo desconocimiento necesita a los seres humanos para iluminar Su oscuridad y para llevarle a Él a niveles más elevados de consciencia, de sentimiento y de compasión. Y si Dios es una paradoja, y estamos hechos de algún modo a Su imagen, debemos darnos cuenta de que las dolorosas contradicciones que hallamos en nosotros —bien sea en la depresión, en nuestro maltrato a los seres queridos, en nuestros anhelos de alegría y en los frecuentes rechazos de la misma, en nuestra explotación del mundo natural que nos sustenta, o en la angustia de nuestras propias actitudes ambiguas frente a la enfermedad y la vejez— son realmente reflejos de Sus contradicciones.
Si esto es así, los actos que realizamos para mantener la llama con nuestra mayor dedicación, si bien vacilante e indecisa, no son puramente personales. Estamos aportando, sosteniendo —no es exagerado decir, creando— un aumento de la vida y de la calidez en el mundo. Actos así no son sólo para nosotros, ya que, por pequeña que sea su aportación, determinan la cantidad total de vida, la naturaleza del mundo en el que habitamos y, nos atrevemos a decir que la naturaleza del mismo ser, del Ser supremo incluso. Nos unimos al Dios que carga con ello como una llama que parpadea en la propia oscuridad de Dios, y le ayudamos en Su iluminación, no sólo para nosotros, sino también para Él mismo. Nuestra respuesta espontánea a estas ideas podría ser: «Yo Te llevaré allí en la oscuridad».
Etty Hillesum dijo algo similar desde un campo de concentración:
Lo que es realmente importante es que salvaguardemos esa pequeña porción de Ti, Dios, en nosotros mismos. Y quizá en otros también… Debemos… defender Tu morada en nosotros hasta el final… Nunca Te apartaré de mi presencia. (Hillesum 1981, p. 151)
Imágenes como éstas nos dicen, al igual que los sabios a lo largo de la historia, que en medio de lo contradictorio encontramos una abundancia de dones que nunca podríamos haber imaginado en los lugares en los que una vez estuvimos. Aquellos lugares en los que insistíamos ingenuamente en que el mundo fuera justo, fuera todo luz, y tuviera una respuesta fácil de entender a «por qué las cosas malas le suceden a la gente buena».
Si tenemos el valor de aceptar la identidad paradójica de lo funesto y lo dichoso, todas las cosas serán más intensamente reales, el ardor y la significación crecerán. La pauta está ahí, se siente con claridad en algunas ocasiones, y muy tenuemente en otras, una pauta en la que unas contradicciones aparentemente profundas conviven en un baile de significados. Estamos en un lugar en el que la fragilidad, el éxtasis, la inocencia, la pasión, el dolor y la alegría son palabras todas ellas que sólo describen los matices de una misma y provechosa experiencia de la totalidad. En esto el lenguaje poético es el aplicable.
Los poetas de todas las épocas conocen estos lugares. El poeta contemporáneo David Whyte escribe en Autorretrato:
No me interesa saber si hay un Dios
o muchos dioses.
Quiero saber si estás o te sientes abandonado.
Si conoces la desesperación o puedes verla en otros.
Quiero saber
si estás preparado para vivir en el mundo
con su cruel necesidad de cambiarte.
Si puedes mirar atrás con mirada firme
diciendo aquí es donde estoy.
Quiero saber si sabes
cómo fundirte en ese fiero calor de la vida
que llega hasta el centro de tu anhelo.
Quiero saber si estás deseando vivir, día tras día,
con las consecuencias del amor y la amarga,
indeseada pasión de tu segura derrota.
Me han dicho que en esa valerosa aceptación,
incluso los dioses hablan de Dios.
(Whyte 1995, p. 10)

Referencias
—Edinger, E. 1972. Ego and Archetype. Boston: Shambhala Publications.
—Edinger, E. 2000. Ego and Self. Toronto: Inner City Books.
—Hillesum, E. 1981. An Interrupted Life. Nueva York: Washington Square Press.
—Jung, C. 1991. «Letter to H. Kirsch» citada en An Encyclopaedia of Archetypal Symbolism. Ed. B. Moon. Boston: Shambhala Publications.
—Jung, C. 1967. «Secret of the Golden Flower», Alchemical Studies, Collected Works, vol. 13. Princeton: Princeton University Press.
—Jung. C. 1976. Mysterium Coniunctionis, Collected Works, vol. 14. Princeton: Princeton University Press.
—Lockhart, R. 1995. Psyche Speaks. Wilmette: Chiron.
—Luke, H. 1987. Old Age. Nueva York: Parabola Books.
—Rilke, R. M. 1995. Ahead of All Parting: The Selected Poetry and Prose of Rainer Maria Rilke, ed. y trad. S. Mitchell. Nueva York: Modern Library.
—Ulanov, A. 1992. «The Holding Self: Jung and the Desire for Being». The Fires of Desire, ed. F. R. Halligan y J. J. Shea. Nueva York: Crossroad.
—Whyte, D. 1995. «Self-Portrait», en Fire in the Earth. Langley: Many Rivers Press.
—Whyte, D. 1997. «Ten Years Later», en The House of Belonging. Langley: Many Rivers Press.
—Yourcenar, M. 1976. The Abyss. Nueva York: Farrar, Staus, Giroux.
[1].- Esta imagen de Marguerite Yourcenar, de una pequeña llama en nuestras manos, fue el punto de partida de las ideas contenidas en el presente ensayo.