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lunes, 26 de diciembre de 2011

Nada más que un perro

Yo, conduciendo, camino de casa, cargada con la compra de la cena de nochebuena.
Él, caminando despacio, haciendo eses, por el centro de la carretera.
Coches pasando, a un lado y a otro.
Grande, peludo, desgreñado, sucio, con la mirada perdida de los perros abandonados.
Enfermo. Sin instinto de supervivencia.
Yo, sin móvil.
Sencillamente, me daba miedo recogerlo.
Llegué a casa, dejé la compra en un rincón, me metí en Internet y busqué el teléfono de la Protectora de Animales de Valencia.
Me dijeron que tenían en ese momento cuatrocientos perros y doscientos gatos. Que no podían hacer nada.
Me dieron el nombre de dos asociaciones de un pueblo cercano.
Vuelta a Internet. Vuelta a buscar teléfonos. En uno, no me cogían. En otro, una voz de mujer angustiada me explicó que eran "tres marujas con niños pequeños y sin recursos" que tenían a la tira de animales recogidos en una nave sin luz. Que no daban para más.
Llamé al ayuntamiento de mi municipio. Que no podían ocuparse del tema hasta el lunes.
Mientras tanto, la compra se me descongelaba lentamente en su rincón.
Pasé del perro.
No escribo esto para protestar de unas personas e instituciones desbordadas y que hacen lo que pueden. A fin de cuentas, tampoco yo hice nada eficaz.
Escribo esto para dejar constancia del dolor. Humano. Animal. Universal.
Y escribo esto porque el nudo en el pecho no me deja tranquila desde entonces.
Un perro. Sólo un perro abandonado, en medio de un planeta en crisis y un universo indiferente.
Como cualquiera de nosotros.
Como cualquiera.
Un perro, coño.
Un ser que sufre.
Una particula más del sufrimiento del mundo.

(Mientras escribo esta entrada, ha sonado mi móvil. Me llama un empleado municipal para decirme que hoy, lunes, van a buscar al perro.
Ojalá tenga suerte, el chucho.)