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martes, 12 de octubre de 2010

Amorosas verdades

"Cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades."
(Gabriel Celaya)


Amorosa como la divina madre. Calculadora como el mejor estafador. Fría como un psicópata. Cruel como un maltratador. Generosa como el cuerno de la abundancia. Interesada como un especulador de Wall Street... Humana, sencillamente, como todo el mundo.
Me miro, me voy mirando y conozco mis motivos. Así soy. Así voy siendo. Así siento y así, muchas veces, actúo.
Si no estoy atenta, se me cuelan los filtros de la mentira. El juicio, el "debería" o el "no debería", o bien la pasadita de purpurina sobre la crudeza del propio interés, la máscara que trata de cubrir el verdadero rostro.
O, peor aún, se me cuelan los filtros de la verdad sin amor, la mirada que paraliza, que no deja opciones, hasta que me doy cuenta de que, sin amor, la propia verdad es nada y menos que nada.
Como es nada y menos que nada el falso amor que trata de aprisionar a quien dice amar, que lo envuelve en una telaraña sonrosada, en una blanda celda de cariño.
O los vanos intentos de reforma y autorreforma, el tratar de conformarme o conformar a otros a un modelo sacado de no sé dónde, un modelo que fuerza, que tensa, que petrifica toda vida.
Quién me diera tener el valor, los santos ovarios, de ser como soy. De dejarme en paz y dejar en paz a los demás de una buena vez y tener la suficiente confianza en la vida como para soltar, o como mínimo aflojar, las riendas. Esas riendas a punto de romperse, de puro tensas, de puro intento de controlar lo incontrolable.
Mirarme con amor y con verdad. Mirar a mi interior, directamente, y también mirar a los demás, a todos los demás que hay en mi vida, esos pedazos de mi ser que aparentan ir por libre, en todos los cuales me miro y me reflejo. Lo que amo en ellos, lo que odio, lo que me escandaliza, lo que admiro... el mal y el bien que veo, el acierto y el error, la belleza y lo deforme... ¿Cómo reconocería todo eso si no estuviera (también) en mí, si no fuera mío? Cada vez veo con más claridad que yo soy (como) ellos, (como) cada uno de ellos. Lo que hacen y me duele y me molesta, ¿no es acaso lo que yo también hago, o como mínimo haría si me lo permitiera? Y lo que me cura y me sustenta de su ser, ¿no está también en mí, al menos en semilla?
Lo que de los demás no me pertenece, no lo reconozco, o bien, si lo hago, no me inspira sentimientos apasionados de adhesión o rechazo, de amor o de odio. Sencillamente, veo, y acuerdo o desacuerdo, sin demasiada implicación emocional.
Jung llama Sombra y Anima-Animus a esas partes de nosotros mismos, esos arquetipos que habitan en nuestro interior, y que jamás podemos ver más que reflejados en los otros de nuestra vida.Es para agradecer a esos otros la función que realizan de llevar por nosotros la carga de nuestras grandezas y nuestras miserias, de nuestro oro y nuestra basura, hasta que maduramos lo suficiente como para hacernos cargo. Hasta que, poco a poco, vamos cayendo en cuenta de que tales rasgos son nuestros y nada más que nuestros, momento en que podemos dar las gracias a nuestros porteadores, recuperar para nosotros esa carga y tal vez ver, por fin ver, al otro (más o menos) tal y como es, libre de nuestra "contaminación", en su sola, limpia humanidad.
Decirme (y decir) la verdad con amor. La verdad sobre mí y sobre los demás y sobre el mundo. La verdad que vaya viendo. Ir levantando, ante mí misma y ante otros, con paciencia y cuidado, la máscara que por temor y vulnerabilidad llevo puesta, y que además de convertirse en una cárcel, no me permite ver, ni mostrar, mi belleza y mi inocencia. La belleza y la inocencia que son patrimonio de todo ser verdadero.